Saliste
de una crisálida
en
un palacio de nácar;
en
una cuna de cristal dormías
y
aprendiste a deslizarte sobre el blanco del mármol.
Creciste
entre nubes de algodones,
y
esa mirada verde que todo lo llena,
orgullo
de ángeles custodios
porque
con ellos jugabas.
Del
aire vienes, del murmullo de un río,
siempre
era de día para el que creía en ti,
la
noche, si puede ser, que sea mágica,
llena
de interludios y gestos obvios.
El
sol se puso, mujer te hizo,
los
suspiros y los murmullos paseaban de la mano,
por
cada pisada tuya, o cada pestañeo,
con
cada paso, levitaban
los
sentimientos de los hombres.
Teresa,
belleza, sublimidad,
sencillez,
honradez y piel de miel.
Tengo
el corazón del revés en mi triste penar
adicto
a la pulpa de tus labios.
Que
nada borre tu nombre,
ni
haga llorar llorar tus ojos glaucos,
que
sólo el amor impere tu vida
como
el que tú ofreces a los demás.
Porque
qué bellas son las alboreas
cuando
conmigo estás,
no
hay penar en el paraíso
aunque,
tímido, te coja la mano.
Teresa,
nombre de lavanda,
espolvoreas
los días de luz infinita,
oigo
contigo el trinar de los nidos
que
llaman dolientes a la madre,
de
hambre, de cariño y arrullo,
igual
que yo, Teresa.
Igual que yo.
Guillem
de Senent. Todos los derechos reservados. 29/05/2013
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